Tuesday, March 2, 2010

Vivir el terremoto desde lejos


El sábado en la mañana me desperté con una llamada de A., que suena desde Londres igual como sonaba en Harlem, cuando estaba a sólo una hora de mí. Yo todavía no abría los ojos cuando me dijo rápida y agitadamente que me levantara y llamara a la casa, que un terremoto enorme tenía a buena parte de Chile en el suelo.

Me despabilé en un segundo y llamé a Santiago. Claro, los teléfonos estaban muertos y me demoré horas en poder hablar con mis papás. Pero sabía que estaban bien. Gracias a la diferencia horaria A. los había telefoneado sólo una hora después del terremoto. Entonces, las comunicaciones aún funcionaban.

No es necesario que cuente qué pasó. Ya todo el mundo lo sabe y muchos saben mejor que yo. Y eso es lo extraño, lo que me tomó por el cuello y me persiguió todo el fin de semana. El escuchar del miedo, del dolor, de la impotencia de los que uno quiere sin poder sentir realmente lo que ellos están sintiendo. "Surrealista y pesadillesco", me dijo V. una vieja amiga que está en Alemania. Surrealista, era la palabra que me venía dando vueltas a mí desde que me senté a ver la tele que nunca prendo y no pude encontrar nada de buena información.

Entre toda la basura que hay encontré sólo dos noticieros: Euronews, que es un buen canal si se pasa por alto el que no se interesa porque el mundo se derrumbe más allá de Europa, y Fox, que es lo más cercano a una pesadilla que se puede tener. Imaginen a un tipo de dientes perfectos -ya me decía B. que se debe desconfiar de quienes tienen dientes perfectos- hablando de la Casa Blanca monitoreando Chile, de "america" tan preocupada por Chile, del pobre Chile que tan buenas relaciones tiene ahora con "america", de este paisito tan desarrollado y su desgracia que, horror, iba a provocar un tsunami en Hawaii, es decir, en "america". Después de tanta alusión al pueblo elegido de "america" simplemente me fui a internet, a tratar de ver TVN (cosa que no había hecho en los dos años que llevo aquí) y a mandar mails y a buscar a los amigos en medio de mi miedo virtual.

El domingo fue distinto, nos fuimos con B. y T. a una panadería chilena en Astoria, Queens, para acompañar a S., una amiga con familia en Chiguayante que no podía ubicar ni a sus papás ni a ninguno de sus seis hermanos. Estuvimos todo el día comiendo churrascos, brazos de reina, chilenitos, empanadas y pan con palta mientras veíamos las noticias de Chile. El lugar se fue llenando y vaciando de compatriotas durante todo el día. Todos hablando bajo, comiendo, tomando tecitos, riéndose a ratos, secándose los ojos a veces, mirando la tele como si se nos fuera la vida en cada imagen.

S. y su marido gringo no paraban de poner mensajes en Facebook y en Twitter con sus I Phones. Y yo... yo tenía pena. Comía mi pan con palta y me tragaba las ganas de llorar. No era sólo por la familia de S., o por el miedo que mi mamá le tiene a los temblores, o por los giles que arrancaban con un refrigerador a cuestas, o por el paco que pateaba a un tipo en la calle, o por el señor que había soltado a su hija cuando las olas se ensañaron con Constitución. Era porque no podía sentir lo mismo que todos por allá, porque estaba viendo el terremoto a través de una pantalla, porque por primera vez en dos años tuve la certeza del mundo que dejé atrás. Mi amiga I. lo puso en muy buenas palabras: "la pena de no sentir la pena"... Y es que eso es. Tengo la tristeza del espectador, del que siente, se conmueve, vive el caos por minutos, horas o días, pero después abre la puerta y se desliza en otro mundo. En mi caso, en la nieve, en las calles de Nueva York.



PD: me di cuenta que hace un año que no escribía aquí... cómo vuela y cómo cambia la vida en sólo un año. ¿no?
PD2: Un abrazo enorme para todos por allá. El próximo pan con palta va por ustedes.
PD3: La familia de S. está bien. Aparecieron todos. No tienen agua, ni luz, ni gas, pero justo habían hecho las compras del mes el día antes.

Wednesday, March 18, 2009

La crisis va por dentro


Muchas veces me quedo dormida en el metro, otras veces leo o me entretengo mirando a la gente, claro que no muy fijamente porque el neoyorquino no le gustan las miradas impertinentes. Pero muchas veces me quedo dormida, sin querer. El sonido constante de los carros sobre los rieles me hace de arrullo y el abrigo que me protege de este invierno eterno me arropa como si estuviera en mi cama. Pero últimamente mis intentos de siesta en el Subway han sido interrumpidos por un notable incremento en la cantidad de cantores que van de carro en carro.
Al principio de mi vida en Nueva York me impresionó la cantidad y la calidad de los músicos que pululan por las estaciones del metro y lo organizados que están. Casi todos tienen lienzos que anuncian sus nombres y que los identifican como parte de la red de artistas del Subway. Ellos se colocan debajo de sus lienzos, arman una suerte de escenario y esperan que la gente se acerque a escuchar su repertorio y a dejar sus dólares.
Varias veces he escuchado voces impresionantes como la de una negra enorme que canta jazz y que eriza los pelos. También he visto bandas –de rock, andinas, country- excelentes.
Pero ahora, con la crisis en su etapa de sádico esplendor, han aparecido muchos músicos sin lienzo que en vez de tomarse un trozo de estación eligen los carros para hacer sus performances. Al principio me enterneció el asunto. Me acordé de Santiago y sus micros, como llamamos a los buses, y del interminable desfile de músicos callejeros que uno encuentra allí.
Siempre me gustó que se subieran a cantar a la micro. Me alegraba el viaje. Pero ahora es distinto. Me sigue gustando la música callejera, pero el problema es que aquí los cantores –casi siempre mariachis alicaídos o afroamericanos expertos en peripecias vocales- entran al vagón, cantan treinta segundos y pasan el sombrero. En Santiago los músicos de la calle solían cantar dos o tres canciones completas. Entiendo que acá quieran aprovechar la cantidad de gente que entra y sale de los vagones en cada estación, pero no puedo evitar sentirme estafada por las voces que me sacan del sueño, dan una muestra de lo que es una canción y después se lanzan despavoridas hacia los dólares del carro siguiente.
Pero quién puede culparlos. Esto es Nueva York y acá todo cuesta más: la comida, las rentas, el tiempo. Y ahora esto en Nueva York en crisis. Nadie sabe qué va a pasar mañana. Uno puede notar la incertidumbre y los bolsillos vacíos en los cantores del metro y en mucha gente más.
Hace unos días en el supermercado me puse en la fila detrás de un hombre que debe haber andado por los 60. Él, bien vestido, linda parka, buenos zapatos, llevaba un sándwich en la mano. Nada más. Lo pasó por caja. “Tres dólares”, dijo la cajera. Él sacó su tarjeta de crédito y pagó.
Después, mientras caminaba para la casa, me acordé que hace poco leí en alguna parte que en este país la gente se había acostumbrado a vivir hasta con treinta tarjetas de crédito y nada de dinero real en sus cuentas. Pero ahora que el sistema hace agua y llora por efectivo todo se tambalea, se descascara. En las cinco cuadras que hay de la casa a la estación de metro hay tres negocios recién clausurados: un bar, un club y una tienda de mascotas. Si uno se da una vuelta por Manhattan es fácil encontrar carteles anunciando liquidaciones por cierre de local.
Y están los restaurantes menos llenos que hace unos meses, los anuncios de televisión de una de las cadenas de comida ultra frita que presenta su nuevo combo-cena por tres dólares y la steak house, que anuncia orgullosamente en su vitrina el debut de su “menú recesión” por 21 dólares. También abundan las ofertas de manicure y pedicure y las filas de gente buscando nuevos trabajos que reemplacen a los que se están acabando.
A. me contó que el otro día llegó muy temprano a una de sus clases de yoga. Además de ella en la sala estaba la profesora y una abogada que aprovechó los minutos previos a la práctica para contar que su firma había puesto un aviso en Craiglist buscando un abogado más para la compañía. La mujer dijo que al otro día aparecieron 70, blandiendo ansiosamente sus resumés. “Lo más triste”, dijo ella, “es que 25 eran simplemente excelentes profesionales”.
Triste fue también lo que vimos con C. cuando salíamos del metro unas noches atrás. Íbamos llegando a las barras que hacen de entrada y salida de la estación cuando me fijé en una mujer, de unos 30, que pasaba una y otra vez su Metrocard por la ranura. A veces cuando uno desliza la tarjeta muy rápido la máquina no la lee y hay que intentar de nuevo. Pensé que la mujer estaba en eso, buscando la velocidad y el peso exacto que hay que poner en la tarjeta para que la máquina marque el viaje y la barra abra paso al metro y su mundo de carros, conexiones y cantantes. Pero cuando ya íbamos más cerca de la salida, la mujer se dio vuelta, fue a otra máquina, una que lee el saldo de tu tarjeta, y luego se lanzó escaleras arriba, fuera de la estación. Vimos que iba llorando. Salimos rápido para ver si la alcanzábamos. Pero ya no estaba. Debe haber sido la primera vez que se quedaba sin plata para el pasaje.
Seguramente el frío en la espalda, la rabia y la frustración la lanzaron lejos porque a veces cuando uno sale de las estaciones hay gente esperando para pedirte un viaje de regalo si es que tienes tarjeta ilimitada. Pero ella no pidió nada. Estoy segura de que la atacó la súbita aparición de la crisis, ese monstruo grande que hace rato esperaba para saltar al cuello del sistema. Con C. cruzamos la calle y entramos al supermercado. Hicimos las compras de la semana casi sin hablar.
PS: la foto es de un paseo a las alturas de la bolsa...

Tuesday, January 6, 2009

Siempre tendremos Nueva York


Llevo un rato pensando por qué quiero estar aquí, en Nueva York.

Las ciudades, las megaciudades nunca habían sido mi fuerte. Siempre me habían gustado más los pueblos perdidos, las colinitas salpicadas de casuchas, la idea de una cabaña enterrada en un cerro. Pensé que era una mujer de espacios abiertos, pelados. Casi una mujer de campo, ja. Hasta me había imaginado plantando papas y cebollas en algún rincón del sur.


Así que yo fui la primera en sorprenderme cuando me pillé suspirando de emoción mientras veía desde el tren N, en esos siete minutos en que cruza el puente Manhattan, como las millones de ventanas de la ciudad devolvían el sol de la tarde.

Todavía me fascina la vista. Y creo que me gusta aún más como se ve de noche. Las luces de la ciudad parecen millones de ojos atentos, apretados unos contra otros, siguiendo la ruta de los trenes que llevan y sacan gente desde la panza de la ciudad.


Y me gusta la gente. Toda la gente. Incluso los que caminan mirando el suelo porque me recuerdan a Santiago. Bueno, no me gustan mucho los que siempre están listos para gritarte porque te quedaste parado un segundo en la entrada del metro o porque te saliste de la línea recta y rápida por la que corrías en alguna calle de Manhattan. Pero no son tantos si los comparas con los japoneses de voces suavecitas que te hacen reverencias ante cualquier gesto amable, o los indios y sus currys, o los chinos que hablan tan golpeado que parece que siempre estuvieran peleando. Me gustan también los polacos y su barrio que me hace sentir dentro de un remake de Kieslowski. Me llaman la atención los hasidis que parecen cuervos o sombras rondando por las calles de Brooklyn o Manhattan. Me intrigan los pakistaníes que adoptaron a B., neoyorquino cien por ciento, como parte de la familia. Él dice que lo quieren convertir al Islam.
Me gusta B., claro, porque me ha adoptado como parte de su familia y no me quiere convertir en nada.

Me fascinan los new yorkers que capean la crisis entre museos, galerías, teatros, restaurantes y el Central Park. Me conmueven los tibetanos que se pasaron todo el año gritando para que esta ciudad-ombligo del mundo los apoyara en su lucha. Me gusta escuchar la marea de acentos hispanos que suenan por acá. Y a los turcos de risa fácil y a los rusos de temperamento combustible y caras preciosas. Me acuerdo de uno que contaba que cuando llegó no tenía un peso, por lo que pasó dos semanas durmiendo en el tren N. No supo decir cuántos viajes hacía cada noche entre Queens y Coney Island, pero sí se acordaba que siempre la hora de levantarse lo pillaba en la playa. Todas las mañanas pasaba por el lado de la feria de diversiones y se iba de cabeza al mar, a "ducharse". "Pero mo me importaba. Estaba en Nueva York", dijo.

Y me encanta que aunque no tengas plata puedas ir al museo o a la librería pública a sacar libros, discos y películas. Y me horroriza ver que muchos se desloman por un puñado de dólares que apenas alcanzan para pagar la renta. Y me da pena que a la señora J. se le haya muerto la mamá por allá en México mientras ella cuidaba gringuitos. Y que A. no pueda ir con su esposo a Londres porque no tiene papeles y no quiere que la echen de Nueva York... Esta es una ciudad intensa en sus bondades y en sus desgracias. Es dramática. Es una buena historia. Tal vez por eso me gusta.

... Hice una pausa. Fui al buzón de la casa y saqué la "New Yorker" de esta semana. En la portada hay un gato sentado en lo alto de una azotea neoyorquina. El gato me da la espalda. Está concentrado, perdido mirando como los edificios de la ciudad se recortan contra un cielo naranja. Pucha que entiendo a ese gato.


PS1: Sólo me faltó decir que adoro a los amigos que tengo aquí. Son poquitos, pero bien valen un Manhattan.
PS2: No sé muy bien a qué vino esta declaración de asombro por esta ciudad. Tal vez sea por el Año Nuevo (Feliz Año Nuevo!) o porque a veces la cosa se pone dura y uno necesita recordar ciertas cosas.

Thursday, November 6, 2008

El día después de Obama


El martes el mundo se apretaba en mi cabeza, en ese punto entre los ojos, arriba de la nariz. Mi primer resfríado new yorker se ensañaba conmigo justo en el día de las elecciones.
Igual me fui a Manhattan a ver cómo la ciudad se movía en un día tan vital.
"Llévese un souvenir de las elecciones!", gritaba un latino en Union Square. Allí estaba Obama: en un lienzo, en un cartón, en miles de chapas (que costaban desde uno hasta cinco dólares), en poleras rosadas, plateadas, verdes, blancas y negras, en los abrigos para perros (de esos perros más chicos que gatos) que vendían en la calle.
También lo vi pasar en un par de bolsos bien onderos, que colgaban de los hombros de new yorkers ídem. Pero aparte del mercadeo callejero no se notaba mucho la efervescencia electoral. Supongo que era muy temprano todavía.
Como a las cuatro volví a Brookyn con T. que tenía que ir a votar (por Obama, claro). Me fui con él al local de votación. En la entrada un travesti de chaqueta de cuero y aros dorados ayudaba a los perdidos que no encontraban su mesa.
Nosotros la encontramos al tiro. No había cola. En menos de 5 minutos estábamos listos (digo "estábamos" porque yo también entré al cuarto oscuro y vi cómo se votaba en esas máquinas añosas que parecen tragamonedas y que ahora está siendo reemplazadas por computadores).
Después pasamos a comprar vinos y picoteos italianos para esperar los resultados en la casa de Bay Ridge, que debe ser el único barrio republicano de Nueva York (sin contar upstate... porque de alguna parte salió el 37% que votó por McCain por estos lados).
A. nos llamaba cada una hora para darnos reportes desde Harlem. Allí todo el mundo -91% de afroamericanos, 9% de blancos- aguantaba la respiración, esperando que los años de injusticia social, pisoteos masivos y racismo descarado se esfumaran con la victoria de Obama.
Yo me sonaba cada 10 minutos mientras trataba de seguir los resultados parciales que iban tirando en la tele, tarea complicada de por sí y que se hacía más difícil porque B. cambiaba de canal cada dos minutos (por alguna razón encontraba que los tipos ultra republicanos de la Fox eran graciosos. A mí me dolía más la cabeza con ellos en pantalla).
Y entre comida, tragos, llamadas y sonadas dieron las 11 y Obama era el nuevo presidente electo de Estados Unidos. Aplausos en la casa, silencio en el barrio y A. en el teléfono haciéndonos escuchar cómo Harlem lloraba, reía y gritaba por su nuevo presidente: el hijo de blanca y de negro keniano que todos esperan (esperamos) arregle lo que queda de este país.
Después del dicurso nos fuimos a dormir y al otro día, aún resfriada, partí a Manhattan jurando que todo sería un poco distinto esa mañana.
Pero en el metro y en las calles, las caras eran las mismas de siempre: cansadas, apuradas, ansiosas. Igual escuché un par de "Obamas" al pasar (uno de boca de una rubia que decía que cuando despertó aún no creía lo que había pasado en las elecciones), vi un par de chapas con su nombre y no pude encontrar ningún New York Times, y eso que busqué harto en delis, tiendas de revistas y quioscos. Agotado. Todo el mundo quería guardar su pedazo de historia. Pero nadie se veía feliz.
Después pensé que tal vez no me había movido por las partes indicadas de la ciudad (anduve cerca de Bryant Park y Times Square despidiéndome de una amiga que vuelve a Chile), así que en la noche hice una encuesta casera. C., T., y B. me dijeron que no habían visto nada especial en la ciudad. Nadie especialmente contento tampoco. "La vide sigue", dijo T. "Esto es América", dijo B.
Y entonces me acordé del viejo ruso que me topé hace un par de semanas afuera de la librería Strand. "Si me acompañas hasta la puerta de Whole Foods (un supermercado orgánico a dos cuadras de la librería) te cuento el secreto para ser feliz", me dijo el ruso, quien me juró que había encontrado la receta para lograr la felicidad constante, que estaba escribiendo un libro con ella y que me la podía explicar en dos minutos.
Yo, que no quería perderme su secreto, lo acompañé a la puerta del supermercado. Mientras caminábamos me contó su descubrimiento... Y yo lo olvidé casi dos minutos después. Era algo así como que para ser felices tenemos que hacer todo lo contrario de lo peor que podemos hacer, que, según él, es matar. Si era eso, puedo pensar en infinitas posibilidades de ser feliz. Y creo que haber elegido a Obama puede estar entre ellas.
PD1: Ahora, un par de días después de Obama y sin resfrío distorsionando mis sentidos sé, he visto y he escuchado que son muchos los que caminan felices o mejor, esperanzados, por las calles de esta ciudad y de este país. Pero somos distintas culturas. Acá no se les nota en la cara, acá hay que preguntar y escuchar.
PD2: Mane, feliz, feliz, feliz viaje.
Pd3: La Mane me contó que algunos avivados estaban vendiendo ejemplares del New York Times post elección en 100 dólares... Qué mala suerte que no lo compré temprano, ja.
PD4: Sé que a muchos, me incluyo, les puede molestar eso de llamar América a este país... pero no lo cambié sólo para respetar la idea que los gringos tienen de sí mismos (B. es una gran persona, by the way)


Tuesday, October 7, 2008

Las ratas de NY (y las de Wall Street)


Se supone que las ratas tienen crías cada dos meses... Bueno, estoy casi segura que las de Nueva York acaban de parir. Esta semana, hace unos días, recién.
Están en todos lados, en las alcantarillas, en las sombras de los edificios, en el departamento subvencionado de la señora de Harlem, en el metro. Siempre andan en el metro, pero podría jurar que ahora son más. Por primera vez en estos diez meses que llevo en la ciudad he visto ratas en los andenes, saliendo de la mugre de los rieles para correr de un lado a otro como esperando el tren que siempre se demora más de lo que uno quisiera. Además están las ratitas recién aparecidas que vienen a engrosar la población de la ciudad .
Y ahora también está la rata gigante que ocupa los cinco pisos de un edificio clavado en Howard Street con Broadway. Ahí, donde la elegancia del Soho se asoma al ruidoso mundo de Chinatown apareció este fin de semana un grafitti enorme y rabioso que pide que los de Wall Street (claro, ellos son la rata gigante, que lleva maletín, corbata y las manos manchadas de sangre) se atraganten con la crisis. Como si fueran sólo ellos los que van a tener que comer crisis. Ojalá fueran sólo ellos.
Si basta con sólo mirar las caras de la ciudad para saber que todos andan pisando huevos. O mirar como el egipcio, el mexicano y los dos italianos de la pizzería de la esquina se ven las caras, se dan vueltas y corren a contestar el teléfono esperando un pedido. "El año pasado a esta hora -tipo 8 de la tarde- no parábamos de hacer pizzas", me contaba uno... Y pucha que son buenas sus pizzas.
O basta escuchar a una portorriqueña que conozco, que se desvive por encontrar alguien que quiera arrendar uno de los cuartos de su casa en el Bronx para compartir gastos y pasar por la recesión en comunidad. O escuchar que el salvavidas que quiso tirar el gobierno tal vez no sirva de nada, que Wall Street se sigue hundiendo, que Europa también se tambalea. O leer en un diario que regalan en el metro que muchos new yorkers (no dice cuántos... y sólo cita un caso...) se están yendo a trabajar a China, a India, Rusia y Polonia.
Pero luego uno saca los ojos del diario y ve la marea de gente que vuela con sus bolsas de compras, los restaurantes caros llenos como siempre, las exposiciones, los conciertos repletos. Entonces uno piensa que de repente no es para tanto. Pero después aparece de nuevo la rata gigante y la fila de Homeless que se sentaba al frente del mural, en el límite de Soho y con ellos vuelve la incertidumbre.
Y entonces llega Woody Allen, que dice que esta ciudad vibrante siempre se levanta. Y uno espera que sea cierto (aunque aún no pueda decir que se ha caído... pero en caso de aquí se sea...).
PS: la foto la tomó el Cris.
PS2: Acabo de leer que las bolsas del sur se suman a la hecatombe... ratas del mundo... se viene la crisis

Monday, August 11, 2008

El león de la India y los bagels sin alma


Hace unos días estaba parada frente a la estatua de Gandhi, en Union Square, cuando escuché que alguien me preguntaba con un inglés pastoso si es que yo era instructora de yoga. Era Shera, un indio que dice que su nombre significa león, quien se me acercó mientras yo esperaba, mat al hombro, a una amiga con la que iba a ir a clases.
Le dije que no, que sólo practicaba y él me preguntó si conocía la filosofía del yoga mientras me mostraba unas pinturas preciosas, que vende en la plaza los días en que los granjeros neoyorquinos venden sus frutas y verduras. Le contesté que algo sabía mientras miraba los lienzos hechos por mujeres de su tierra, que él prefiere llamar Hindustán en vez de India.
Él se comenzó a quejar de que en Nueva York casi todo el mundo hace yoga en vez de ir al gimnasio y que la mayoría no sabe nada sobre el significado profundo de la práctica. Shera sabe. Y también sabe sobre música porque viene de la casta de los músicos. Me dijo que no le quedaba otra, que así era en su tierra, naciste en un casta y tienes que hacer lo que la tradición manda. Pero también dijo que él era un músico feliz, que venía dos veces al año a Nueva York a vender pinturas y que había estado en Corea del Sur con una novia.
Después de un par de historias me cantó una canción, que acompañó con un par de castañuelas indias, y luego me dijo que Nueva York era una ciudad desalmada, sin raíces. Yo le pregunté que por qué venía. "Porque es buen negocio", me dijo. Y entonces empezó con la historia de los bagels, esos panes guatones y deliciosos que tienen un hoyo en el centro y que son un clásico en los desayunos de esta ciudad.
Shera me dijo que Nueva York es como un bagel enorme. Que lo primero que uno ve es la cáscara imponente, la masa inflada y poderosa, pero luego se llega al centro... donde no hay nada. Un lugar sin raíces ni alma. "Por algo comen bagels", me decía el músico-vendedor-viajero, quien jura que estos son los únicos panes sin centro que hay en el mundo.
Entonces llegó mi amiga, me despedí de Shera y me fui a clases... Pero me quedé pensando en esto del bagel. Dos noches después pasé por Union Square y en lugar de frutas, granjeros y tapices indios me topé con unos cien tibetanos que un par de días antes de las Olimpiadas seguían pidiendo boicot y un Tíbet libre. A mi lado había una mujer de velo y vestidos árabes sacando una foto de la manifestación con su celular. Y ayer cuando estaba en un edificio polaco escuchando a uno de los mejores pianistas rusos del momento (esas cosas que pasan en NY...) se me ocurrió pensar que todo es gracias a la teoría del bagel. Nueva York es una ciudad tan nueva, movediza, tan vacía, que siempre tiene espacio para todos: tibetanos, iraníes, chinos, tailandeses, mexicanos, somalíes, dominicanos, y claro, para los chilenos que decidimos que es bueno probar bagels por un rato...

PS1: Le conté esto a Bill -neoyorquino legítimo y de nacimiento- y me dijo que él sí creía que NY se estaba quedando sin raíces, que la manía estadounidense por lo nuevo estaba devastando al país... y que los bagels venían de Rumania.
PS2: Fui gratis a ver al ruso (se supone que iba a ayudar con la organización, pero al final no tuve que hacer nada... sólo disfrutar)... Maravilloso. Un concierto chiquito, en una sala pequeña, llena de rusos juntando plata para el conservatorio de Moscú. De película.
PS3: La foto es de los tibetanos en Union Square. No tengo fotos de bagels... me los he comido antes de hacerlos posar.

Wednesday, July 23, 2008

Chilenos todos


Hace un par de meses que Jason Elliot va conmigo para todos lados. O casi. Por lo menos está cada vez que tomo el metro, que es harto y, casi siempre, por largo rato (de la casa a Union Square, que para mí es como el ombligo de Manhattan, me demoro 1 hora... y todo viaje nocturno... pónganle unas 2).
Descubrí a Elliot en Barnes & Noble, una librería de cuatro pisos que queda en Union Square (bueno, hay varias, pero a mí me gusta la que está ahí). Estaba en el estante de ensayos sobre viajes. No sé por qué lo elegí. Había varios libros que pintaban buenos, pero tomé este sobre Irán, leí unas páginas y me lo compré. Ahora estoy leyendo otro libro suyo, el primero que escribió, en el que cuenta sobre sus viajes por Afganistán. Y aunque es gordo, me lo echo al bolso cada vez que salgo porque qué importa un hombro adolorido si se ha forjado en la noble tarea de acarrear un librazo.
Pero ya les contaré más sobre Elliot porque ahora lo saqué al blog por algo bien puntual: el tipo estaba en el restaurante de un hotelito en Yazd, un pueblo al centro de Irán, cuando escuchó que dos ingleses, compatriotas suyos, trataban de explicarle al mozo que no querían probar ninguna delicia local y que sólo querían papas fritas.
Elliot escribe: "Después de escuchar por casualidad el intento de conversación, me eché hacia atrás, hacia la sombra, con la aversión instintiva que un inglés siente al encontrar a otro de su clase mientras está en el extranjero".
Me pasó algo parecido hace dos viernes en el Metropolitan Museum. Fuimos con el Cris a ver una muestra que junta a los maestros de la fotografía que hicieron escuela entre 1840 y 1940. Ya íbamos en Cartier-Bresson, al final de la exposición, cuando el silencio del museo se quebró con un grito que venía del otro lado de la sala. "Cacha las minas en pelota!"
Detrás del grito apareció el sonriente compatriota, que se fue volando a mirar una foto de Cartier-Bresson donde aparecían tres enmascaradas, desvestidas y abundantes mujeres. La lectura de la foto decía algo sobre un reencuentro con las Tres Gracias...
Y yo no sé si me estaré poniendo vieja o qué, pero me dio rabia. Además, el compatriota, que se veía bien cuico, se acercó a la foto y le soltó a sus larguiruchos y adolescentes hijos un gritado "mira, y estaban bien gordas, ¿ah?". Y me dio más pica. Me quedé al lado, mirando las últimas fotos sin decir ni pío y acá en Nueva York uno puede pasar piola mientras no hable...
Después la familia completa comenzó a hacer fiesta con una foto donde salía una pareja de lesbianas. No puedo reproducir el diálogo porque me fui.
Claro que uno no siempre se calla cuando se topa a un coterráneo lejos del hogar... Hace un par de semanas fuimos a la Mermaid Parade, especie de carnaval gringo que se hace en Coney Island, una playa donde está la feria de atracciones que siempre sale en las películas. En medio de las drag queens, de las minas medio en pelota y de los demases personajes de este desfile que parece alucinación charcha, apareció un tipo que nos escuchó hablar. "¿Chilenos?", nos preguntó. "Sí", le dijimos. "Ah, yo también... Me tengo que ir", dijo y se esfumó entre un pirata y un intento de sirena.
No sé si estaba haciendo un censo de los chilenos en la Mermaid Parade o si lo hicimos sentir como en casa por un segundo, el segundo justo antes de que le bajara la instintiva aversión que uno parece tener por los compatriotas cuando se está lejos. Cuando no son tus amigos, claro.
PS1: Se me olvidó lo de la foto... Ya que no pude encontrar la imagen que tanto conmovió al chileno del museo (tampoco era la idea quemarme los ojos en Google), pongo esta versión libre de las tres gracias... que andaban dando vuelta en la Mermaid Parade
PS2: Para que se enorgullezcan de mis progresos: estoy leyendo sólo libros en inglés, así que la cita del libro es una, de nuevo, versión libre. Pero si encuentran a Elliot en español, porfa, leánlo. Un viaje. Dos viajes. Una maravilla.
PS3: Por si a alguien le interesa el fin de la historia de las papas fritas: el mozo iraní no le entendió ni jota a los ingleses así que le pidió a Elliot, que habla farsi, que tradujera. Al final, en el restaurante no tenían papas fritas, lo que dejó a la pareja liverpooldiana muy, pero muy triste.